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Anunnakis

Mito de Anzu

Tiempo estimado de lectura: 35 minutos

Dos tablillas, incompletas, redactadas en acadio hada el año 1600 a.C. en algún lugar de Mesopotamia, pero descubiertas en Susa, contienen en unas 160 líneas de texto la versión antigua del Mito de Anzu, ser divino personificado en un águila colosal, que tuvo la osadía de robar las Tablillas del Destino nada menos que al poderoso dios Enlil.

Debido a tal acción, el temible pájaro detentó la totalidad de poderes divinos, parándose por ello la maquinaria del universo. Gradas a un campeón —en este caso, Ninĝirsu—, las Tablillas volverían a su legítimo dueño, con lo cual las cosas pudieron retornar a su natural situación. A pesar de su estilo conciso, el mito reúne altas cualidades literarias.

Mitos Mesopotámicos

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El Matrimonio de Sud

El Mito de Anzu (Versión Antigua)

Puesto que Anzu, el temible pájaro, había confiscado la soberanía, esto es, los me, los poderes divinos estaban vacíos. Enlil, el padre de los dioses, había quedado paralizado. La majestad había desaparecido, reinaba el silencio. Todos los dioses Igigi, al completo, estaban en plena confusión. Y el santo de los santos despojado de su dignidad.

Desde todos los lugares confluyeron entonces los dioses de la tierra, los Igigi, a fin de que se tomase una decisión. El padre de los dioses, Anu, presidente de la Asamblea, habiendo abierto la boca, se dirigió hacia sus hijos, diciéndoles:

—¡Oh dioses! ¿Quién de entre vosotros dará muerte a Anzu y adquirirá así la gloria más grande?

Ellos respondieron, señalando con el dedo:

—¡Adad, el irrigador, el señor de las aguas violentas, el hijo de Anu! ¡Ése será capaz!

Anu se dirigió, pues, a aquél:

—¡Adad! ¡No declines este combate! Vete a destruir a Anzu con tus armas. Serás, por ello, famoso entre los grandes dioses, inigualable entre los dioses, tus hermanos. Adquirirás, ante los demás dioses, gloria y omnipotencia.

Pero el irrigador le respondió:

—Padre mío, hacia esa montaña inaccesible, ¿quién se apresurará? ¿Qué dios, entre tus hijos, es comparable a Anzu? Él se ha apropiado de la Tablilla de los Destinos; ha confiscado el principio de soberanía al dios Enlil y luego se ha ido volando a ocupar su puesto en la montaña. En adelante su palabra vale como la del divino Duranki. ¡Aquél a quien él maldiga está abocado a la nada!

Ante aquellas palabras los dioses tuvieron miedo y Anu dio orden de no tratar más la cuestión. Pero los Igigi dieron el nombre de un segundo campeón.

— ¡Girru! —gritaron, señalándole—. ¡El hijo de Annunit! ¡Ése será capaz!

Anu, se dirigió pues a éste y, con idénticas palabras, le pidió que fuese a destruir a Anzu, indicándole que por aquella acción se haría famoso entre los grandes dioses. Sin embargo, Girru, también con las mismas palabras que había utilizado Adad, el irrigador, rehusó acudir a tan desigual combate.

Ante aquella negativa, los Igigi volvieron a proponer un tercer campeón. Con voz en grito, dijeron:

—¡Shara, el muy querido por Ishtar, será capaz de destruir a, Anzu! Pero Shara, al igual que habían hecho Adad y Girru, declinó el ir a luchar contra aquel poderoso enemigo. Tras aquellas negativas, los dioses se dispersaron, nerviosos. Sin embargo, vuelta la calma, después de unos momentos de angustia, los dioses buscaron de nuevo una solución. Los Igigi, nuevamente reunidos en asamblea e intentando olvidar aquellos momentos de confusión, dirigieron sus miradas a Ea (Enki), el sabio, el residente del Apsû (Abzu).

Y Ea dijo a su padre lo que tenía en su corazón.

—Yo, en persona, voy a provocar la derrota de Anzu. En plena asamblea yo designaré a su futuro vencedor.

Todos los dioses de la tierra, oída esta afirmación, acudieron con respeto ante Ea y le besaron los pies. El dios Ea proclamó, en plena asamblea, la grandeza de la diosa Mah, la madre de los grandes dioses, la Señora de los destinos. Dirigiéndose a ella le dijo:

—Madre, convoca a tu preferido, esplendoroso y potente, al atleta, el único capaz de aguantar perfectamente siete asaltos. Convoca a Ninĝirsu, tu preferido, dios esplendoroso y potente.

Cuando ella hubo oído esta petición, Mah, la muy grande, aceptó gustosa.

Enterados de ello, los dioses de la tierra quedaron satisfechos y acudieron ante la diosa respetuosamente y le besaron los pies.

Habiendo convocado Mah, en la Asamblea de los dioses, a su hijo, el preferido de su corazón, a él le dio estas instrucciones:

—En presencia de Anu y Dagan, los dioses de la tierra han tratado en común la cuestión de los me, que han sido robados. Ahora bien, yo, Mammi, soy quien ha dado el día a todos los Igigi. Es por ello por lo que voy a luchar contra el adversario de los dioses, contra Anzu. Fui yo quien confió el principio de la soberanía a Enlil, mi hermano, al igual que a Anu. En adelante, este principio que yo les había asignado personalmente, te lo transmitiré a ti. Sin embargo, antes transforma este desastre en una victoria y devuelve la alegría a los dioses que he creado.

Dichas estas palabras introductorias, Mah centró la cuestión.

—Entabla, hijo mío, el combate a ultranza contra Anzu. Que te acompañen los Siete Vientos malvados y que los dioses vuelvan su atención hacia la montaña para apaciguar la tierra que he creado. ¡Captura al alado Anzu! Trastorna su lugar de residencia. Que el espanto pese sobre él. Cuando tu combatiente mano se desencadene, lanza contra él todos los tornados. Arma tu arco, envenena tus flechas, que tus gritos de maldición le alcancen. Que Anzu, caminando entre las tinieblas, pierda sus fuerzas, y que no vea nada. Que, sin poder escapar de ti, deje caer sus alas en el transcurso del desafío.

Después de aquellas palabras le dio unos consejos. Mah le dijo:

—Cambia tu cara en la de un demonio, extiende una niebla tal que no te reconozca. Que Šamaš, allá en lo alto, deje de brillar, convirtiéndose así de día pleno en noche negra. Después erígete en señor de su vida: ¡domeña a Anzu! Y que los Vientos se, lleven sus alas al secreto, hasta el templo Ekur, morada de tu padre.

Habiendo oído a su madre, el campeón tomó coraje y se dirigió hacia la montaña. La que embrida a los Siete Vientos malvados, los siete torbellinos que remueven el polvo, Mammi, la que embrida a los Siete Vientos malvados, empujó a Ninĝirsu al combate. Los Siete Vientos malvados lo acompañaban y los dioses volvieron su atención hacia la montaña.

Cuando el campeón apareció sobre la montaña de Anzu, éste, habiendo apercibido la presencia de Ninĝirsu, avanzó hacia él y aquel ser divino, rechinando los dientes como una fiera, recubrió la montaña con su resplandor sobrenatural. Anzu rugió como un león furioso. Con el corazón rebosante de rabia, gritó al campeón:

—¡He monopolizado todos los me! ¡Poseo todos los poderes divinos! ¿Quién eres tú para venir a luchar contra mí? ¡Explícate!

Oyendo aquellas palabras, Ninĝirsu, el campeón, respondió a Anzu:

—He venido a combatirte y a destruirte por orden de Ea, el sostén de Duranki, el que determina los destinos. Destruiré tu coraza.

Cuando Anzu oyó aquello, lanzó un grito salvaje. Ambos chocaron, el combate causó estragos. La coraza de Anzu quedó destrozada y el pecho ensangrentado.

El preferido de Mammi, el auxiliar de An y de Dagan, el favorito del príncipe, le disparó una flecha. Sin embargo, al no haberle tocado a Anzu, la flecha retornó, porque Anzu, en virtud de la palabra mágica que le dispensaba uno de los me, le había dicho:

—¡Flecha que llegas, vuelve a tu caña! ¡Retorna a tu forro, a tu madera del arco!

La lucha prosiguió, pero Anzu parecía invencible. Por ello, Ninĝirsu no dudó en enviar a un mensajero al dios Ea para pedirle consejo de cómo poder vencer definitivamente al poderoso Anzu.

El mensajero volvió con estos consejos acerca de la táctica a seguir:

—He aquí, Ninĝirsu, lo que me ha dicho Ea: «Córtale las alas, mutilándole, tanto la derecha como la izquierda, de modo que, ante la visión de sus alas destrozadas, el espanto le impida pronunciar palabras. El gritará: “¡Mis alas! ¡Mis alas!” No tengas miedo. Conviértete en señor de su vida y, habiendo encadenado a Anzu, que los Vientos se lleven sus alas a un lugar secreto. Después invade y devasta la montaña y sus praderas. No perdones la vida de ese malvado Anzu. La realeza, entonces, volverá al Ekur y los me regresarán a tu padre y progenitor. Obtendrás, edificadas debidamente, capillas en tu honor y en el mundo entero podrás instalar tus santuarios». Ésas han sido sus palabras.

Ninĝirsu, habiendo oído este mensaje de su padre, retomó coraje y combatiendo bravamente avanzó hacia la montaña. Se adornó de sus armas de lucha, entre ellas, los Cuatro Vientos.

Ante la presencia del poderoso Anzu la tierra tembló, el día se oscureció, el cielo se envolvió de tinieblas, pero el malvado Anzu, incapaz de hacer frente al choque de la tempestad, dejó caer sus alas.

El Mito de Anzu (Versión Reciente)

—¡Voy a cantar al Rey de los pueblos, al preferido de Mammi, al omnipotente hijo de Enlil! ¡Voy a celebrar a Ninurta, el preferido de Mammi, al omnipotente hijo de Enlil! ¡Nacido en el Ekur, la «Casa Montaña», el primero de los Anunnaki, sostén del templo Eninnu, ¡irrigador de los rediles, de los matorrales, de las lagunas, de los terruños y de las ciudades! ¡Marejada alta de los combates, belicoso agitador de los elementos guerreros! ¡Hombre de armas, rabioso e infatigable, cuyos asaltos causan pavor!

Después de estas palabras, dichas en homenaje de Ninurta, el narrador, enfáticamente, prosiguió diciendo:

—De este omnipotente personaje oídme cantar su vigor, él, que subyugó y venció impetuosamente a la “Montaña de las Piedras”. Hizo caer las armas del alado Anzu, dio muerte a Kusarikku, esto es, al bisonte, en medio del abismo. ¡Campeón muy vigoroso, armado de armas mortíferas, omnipotente, veloz, siempre dispuesto a batallar, a guerrear!

En aquel tiempo, entre los Igigi, aún no se habían erigido capillas: ellos no eran nada, tan sólo simples sujetos de su rey. Y aunque los cauces del Tigris y del Éufrates ya habían sido excavados, sus fuentes no facilitaban nada de agua en el país. ¡Incluso los mares estaban secos! Las nubes alcanzaban el horizonte, pero ellas no descargaban sus aguas.

Un día, los Igigi, congregados de todas partes, le trajeron esta información a su padre Enlil, el más valiente de los dioses:

—Suponemos que no ignoras la buena nueva: Sobre el monte Hihi, en su matriz, la Tierra ha concebido a un ser con el esperma de los Anunnaki, progenie de An. De esa suerte ha venido así al mundo ese ser, ese Anzu. Su pico tiene forma de sierra, su cabeza forma de león y su cuerpo y garras de águila. Desde el monte Hihi domina el resto de las montañas y colinas. A su grito se desencadena el trueno y la tormenta. Los poderosos vientos acuden en su ayuda y la masa de aguas que expele se agrupa en torbellinos. Los cuatro Vientos le sirven de heraldos.

Viéndole en una ocasión el padre de los dioses, Enlil, apodado también Duranki, por tener conjuntamente cielos y tierra, recordó lo que se le había dicho acerca de tal ser. Examinó a Anzu, sorprendido de su extraño aspecto. Y se interrogó acerca de aquella inexplicable configuración, diciéndose:

—¿Quién ha traído al mundo a un ser tan particular? ¿Por qué este animal tiene una forma tan extraña?

A estas cuestiones, el dios Ea, el más sabio de todos, que conocía incluso el pensamiento de los dioses, respondió dirigiendo estas palabras a Enlil:

—Este ser es, sin duda, el agua de las crecidas, motivadas por las lluvias que las divinidades del Apsû precisaban para disponer de agua clara. La inmensa tierra lo ha concebido y puesto en el mundo sobre un pico de la montaña.

Después de darle aquella escueta explicación, Ea continuó diciéndole:

—Tras haber examinado a ese Anzu y ver sus posibilidades, no estaría de más, oh Enlil, que pasase eternamente a tu servicio y así, en tu santuario, se encargará de cerrar la puerta del santo de los santos. ¡Deberías tomarlo a tu servicio!

El dios Enlil aceptó lo que le había propuesto Ea y Anzu tomó posesión del santuario de Enlil, distribuyendo sus trabajos a todos los dioses. De acuerdo con su decisión, Enlil cuidó de que Anzu estuviese junto a sí, encargándole de la vigilancia de la puerta del santo de los santos, misterioso lugar que hacía poco había acabado de construir en su templo Ekur.

Todos los días Enlil tomaba su baño de agua clara ante Anzu. De esta manera Anzu observaba los hechos y gestos de su soberano. Tenía siempre delante de sus ojos la corona imperial del Señor y su manto divino, al igual que la Tablilla de los Destinos, de la cual Enlil no se separaba.

A fuerza de ver, de aquella manera, al padre de los dioses, a Enlil Duranki, Anzu decidió robarle la soberanía:

—Me apoderaré —se dijo— de la divina Tablilla de los Destinos, monopolizaré las funciones de todos los dioses, tendré el trono para mí solo y yo seré el Señor de todos los poderes divinos, de todos los me. ¡Así mandaré a todos los Igigi!

Habiendo rumiado en su corazón semejante golpe de fuerza, esperó la llegada del alba a la entrada del santo de los santos que él guardaba. Y mientras que Enlil tomaba su baño de agua clara, despojado de sus vestidos y la corona depositada sobre su trono, Anzu se apoderó de las Tablillas de los Destinos, tomando para sí, con ello, la soberanía, y dejando vacíos los poderes divinos. Después de haber hecho aquello, a golpe de alas, huyó a su montaña.

Bien pronto se expandió por todas partes la inmovilidad, reinando el silencio. Enlil, soberano y padre de los dioses, permanecía paralizado y el santo de los santos despojado de su majestad.

Entonces, de todas partes, acudieron los dioses para que en asamblea se adoptase una decisión a fin de remediar aquel estado de cosas. Anu, su presidente, habiendo abierto su boca, tomó la palabra y dirigiéndose a los dioses, sus hijos, les dijo:

—¿Quién de entre vosotros irá a dar muerte a Anzu y adquirirá así una celebridad universal?

—¡El irrigador! —gritaron—. ¡El hijo de Anu! ¡Adad, el irrigador, el hijo de Anu!

El presidente de la reunión se dirigió, pues, a él:

—¡Adad, el muy fuerte! ¡Adad, el terrible! No declines este combate. Ve a destruir a ese Anzu con tu arma y así serás famoso en la asamblea de los grandes dioses, inigualable entre los dioses, tus hermanos. Obtendrás, debidamente edificadas, capillas en tu honor y en el mundo entero tú instalarás tus santuarios. Ocurrirá lo mismo en el Ekur. Así adquirirás, ante los dioses, gloria y omnipotencia.

Pero Adad le dio esta respuesta:

—Padre mío, hacia esa montaña inaccesible, ¿quién se apresurará? ¿Quién de entre los dioses, tus hijos, podrá reducir a Anzu? Se ha apropiado de la Tablilla de los Destinos, se ha apoderado de la soberanía, dejando vacíos los poderes divinos, puesto que él se ha ido volando a ocupar su montaña. En adelante su palabra vale como la del divino Enlil Duranki. A una palabra suya aquel que quede maldecido está abocado a la nada.

Ante estas palabras, los dioses se atemorizaron, mientras que Adad, volviendo la espalda, renunciaba a la expedición.

Entonces los demás dioses gritaron:

—¡Que vaya Girru, el hijo de Annunit!

El presidente se dirigió, pues, a él:

—¡Girru, el muy fuerte! ¡Girru, el terrible! No declines este combate. Ve a destruir a Anzu con tu arma y así serás famoso en la asamblea de los grandes dioses.

El dios Anu le repitió las mismas palabras con las que había intentado convencer a Adad para que fuese a matar a Anzu.

Girru, que había escuchado con toda atención a Anu, le respondió negativamente. No deseaba ir a luchar contra aquel enemigo que detentaba la totalidad de los poderes divinos.

Los dioses, que continuaban sobrecogidos de temor, gritaron un tercer nombre:

—¡Shara, el muy querido por Ishtar! ¡Que vaya él! Anu, el presidente, se dirigió a Shara pidiéndole que acudiese a enfrentarse a Anzu. Pero también Shara renunció a la expedición.

Los dioses, entonces, permanecieron mudos y renunciaron a su proyecto. Los Igigi, sin abandonar el lugar, se quedaron ofuscados y perturbados. Sin embargo, el avisado, el residente del Apsû, el ingenioso imaginó un plan en su espíritu muy sabio. El inteligente Ea rumió un plan y le dijo a Anu lo que había meditado en su corazón:

—Voy a hablar y a subvenir a las inquietudes de los dioses. En plena asamblea designaré al futuro vencedor de Anzu. Voy a hablar y a subvenir, yo mismo, a la inquietud de los dioses. En plena asamblea, repito, designaré al futuro vencedor de Anzu.

Y los Igigi, oída esta declaración, acudieron a besarle los pies. El príncipe abrió, pues, la boca y dirigió estas palabras a Anu y a Dagan:

—Es preciso convocar a la Señora de los dioses, la primogénita, la experta, la consejera de los dioses, sus hermanos, y proclamar en la asamblea su dignidad suprema, debiéndole rendir honores todos los dioses reunidos. Le diré entonces lo que he pensado.

Ellos la convocaron sin pérdida de tiempo. Después de proclamar en la asamblea su dignidad suprema y rendirle honores, el dios Ea, con la sabiduría de su corazón, le dirigió estas palabras a la Señora de los dioses:

—Antes se te llamaba Mammi, pero en adelante tu nombre será «Señora de todos los dioses». Pero concédenos a tu preferido, brillante y poderoso, al ancho de pecho, al atleta, el único capaz de finalizar batallas y guerras. Concédenos a Ninurta, esplendoroso y potente, tu preferido, el único capaz de finalizar batallas y guerras.

Ninurta, el Señor, será bien acogido en la Asamblea de los dioses, en donde le glorificarán todos los presentes.

Cuando ella hubo escuchado aquella petición, la muy alta Señora de los dioses estuvo de acuerdo. Advirtiendo aquella aceptación, los Igigi, alegres, corrieron a besarle los pies. Desde la Asamblea de los dioses ella convocó a su hijo y cuando le hubo hecho venir se dirigió a su preferido en estos términos:

—Los dioses, en presencia de Anu y Dagan, han tratado en común la cuestión de los poderes divinos. Soy yo quien ha dado la vida a todos los Igigi, quien los ha creado a todos, al completo. A ellos e igualmente al conjunto de los grandes Anunnaki. Soy yo quien ha conferido la soberanía a Enlil, mi hermano, y asignado la supremacía a Anu en el cielo. Pero Anzu ha eliminado esta realeza que yo había originado. La Tablilla de los Destinos, que en la Asamblea de los dioses era de capital importancia, aquel malvado se la ha robado a Enlil, deshonrando así a tu padre. Anzu con su acción ha monopolizado todos los poderes divinos. ¡Ciérrale el camino! ¡Pon fin a sus excesos! Devuelve así la alegría a los dioses que he creado.

Entabla un combate a ultranza, completo. Que los Siete Vientos te acompañen allá, a la montaña, para capturar al alado Anzu y se apacigüe así la tierra que he creado. Trastorna su lugar de reposo, la montaña. Que sobre él caiga el espanto cuando se desencadene tu pugnaz mano. Lánzale todos los tornados, arma tu arco, envenena tus flechas, cambia tu rostro en el de un demonio. Extiende una niebla tal que él no te reconozca. Que tu resplandor le anonade. Revestido de tu magnificencia lanza un asalto incomparable. Que Šamaš cese de brillar en lo alto, convirtiendo así el pleno día en una negra noche. Después, conviértete en señor de su vida: vence a Anzu y que los vientos lleven sus alas a un lugar secreto, en el Ekur, la casa de tu padre. Invade y devasta la montaña y sus praderas, corta la garganta a ese malvado Anzu. La realeza, entonces, volverá al Ekur y los poderes regresarán de nuevo a tu padre y progenitor. Obtendrás, debidamente edificadas, capillas en tu honor y en el mundo entero instalarás tus santuarios. Ocurrirá lo mismo en el Ekur. De esta manera adquirirás, ante los dioses, gloria y omnipotencia.

Habiendo oído a su madre tal petición y las promesas que le ofrecía, el campeón se retorció con rabia, tomó coraje y avanzó, sin más tardanza, hacia la montaña de Anzu. Embridó los Siete Asaltos, embridó los Siete Vientos malvados, embridó los Siete Torbellinos que remueven el polvo, disponiendo con todo ello un temible batallón que lanzó al combate.

Esperando el belicoso encuentro el Aquilón permanecía junto a él, atento. Fue en plena montaña en donde el dios y Anzu se encontraron frente a frente. Cuando Anzu lo vio, avanzó hacia él, rechinando los dientes, como una fiera. Recubrió la montaña con su resplandor sobrenatural. Pleno de furor, rugiendo como un león, el corazón lleno de rabia, gritó al campeón:

—¡He monopolizado todos los me! ¡Poseo todos los poderes divinos! ¿Quién eres tú para venir a luchar contra mí? ¡Explícate! De aquella manera Anzu provocaba a Ninurta, lanzándole tales palabras.

Habiéndolas oído, Ninurta respondió a Anzu:

—He venido a encontrarte siguiendo las órdenes de Anu, de Duranki, fundador de la vasta tierra, y de Ea, el soberano de los destinos.

Cuando Anzu oyó aquello, lanzó un clamor salvaje desde su montaña. Las tinieblas reinaban, la montaña había velado su rostro. Y Šamaš, la divina luz, se había oscurecido. El trueno retumbaba poderosamente al mismo tiempo que Anzu. Desde las primeras escaramuzas, estando a punto la pelea, se abatió un diluvio. El pecho de la coraza de Anzu estaba ensangrentado, desde las nubes llovía la muerte, fulguraban las flechas. Entre ambos bandos contendientes el combate era rabioso. El sublime y poderoso hijo de los dioses, el querido de Mammi, el auxiliar de Anu y de Dagan, el preferido del príncipe Ea, puso tirante su arco y lo armó. Después desde la panza del arco le disparó una flecha, pero la flecha regresó sin haber tocado a Anzu porque éste le había gritado:

—¡Flecha que me llegas, vuelve a tu caña! ¡Vuelve a tu forro, madera del arco! ¡Cuerda, vuelve al espinazo del cordero! ¡Plumas de la flecha, volved a vuestro pájaro!

La Tablilla de los Destinos, que él detentaba, había así suprimido la cuerda del arco y alejado de su cuerpo la flecha. El combate, pues, se interrumpió y la batalla se detuvo. También se abrevió el choque de las armas sobre la montaña sin que Ninurta hubiese podido vencer a Anzu.

Entonces Ninurta llamó a Adad y le dio esta orden:

—Lo que tú has visto, vete a repetírselo a Ea y dile: «He aquí lo que ha hecho Ninurta, oh Señor. Contra Anzu, una vez investido con su coraza, Ninurta, cubierto con el polvo del campo de batalla, ha tomado su arco y lo ha armado. Desde la panza del arco ha lanzado una flecha contra Anzu, pero la flecha ha regresado sin haberlo tocado porque Anzu le había gritado palabras mágicas. No te las repito, pues las conoces. En cualquier caso, dile que yo, Ninurta, no lo he podido vencer.» Eso es lo que me ha dicho que te diga.

El Príncipe Ea, el avisado, habiendo oído aquel asunto de su muy querido dios, interpeló a Adad y le dio esta orden:

—Vete a repetir a tu señor, a Ninurta, mis palabras. Todo lo que voy a decirte, repíteselo: «El combate no se detendrá nada más que con tu victoria. Agota a Anzu, tanto y tan bien, exponiéndolo a los golpes de los vientos, que se vea obligado a dejar caer sus alas. Entonces, en lugar de tus flechas, agénciate un arma afilada y córtaselas, mutilándole a derecha e izquierda de modo que a la vista del estado de sus alas se vea obligado a hablar con su boca: él no hará nada más que reclamar primero un ala, después la otra. No tengas entonces ningún temor, sino que toma solamente tu arco y que de su panza partan las flechas como relámpagos, al tiempo que sus alas y plumas se agitarán ensangrentadas. Conviértete, pues, en señor de su vida: vence a Anzu y que los vientos se lleven al secreto sus alas hasta el Ekur, la casa de tu padre. Invade y devasta luego la montaña y sus praderas, corta la garganta del malvado Anzu».

Ea continuó diciéndole a Adad que gracias a aquella acción Ninurta dispondría de capillas y santuarios en la totalidad del mundo y que adquiriría gloria y omnipotencia ante el resto de los dioses. También le recordó que esto mismo le había ofrecido a él con anterioridad, pero que lo había rechazado.

Adad, arrodillado y en silencio, aceptó la misión de transmitir a su señor la táctica que había planeado Ea. Y llegado ante él le repitió, palabra por palabra, cuanto le había dicho el príncipe. Y el campeón Ninurta, habiendo tenido conocimiento de aquel mensaje, se retorció con rabia, retomó su coraje y se acercó nuevamente a la montaña. Embridó los Siete Asaltos, los Siete Vientos malvados, los Siete Torbellinos que remueven el polvo, disponiendo con todo ello un temible batallón que lanzó al combate.

Ninurta, arengando a los suyos, se puso en movimiento y dio la señal del combate. Se entabló la lucha entre los dos oponentes. Ninurta envió a sus tropas, dirigidas por el Viento del Norte, el Viento del Sur, el Viento del Este y el Viento del Oeste, los cuales no dejaron de golpear a Anzu. Sin embargo, el malvado Anzu lanzó llamas sobre llamas. Y a causa de los incendios que provocaban, muchos de sus rivales quedaron consumidos. Nada más abrir su picuda boca, de la misma crepitaban los relámpagos.

En cuanto Ninurta arribó al alcance de Anzu, la lucha se tornó más feroz. Anzu levantó la cabeza para examinarle y atacarle en su punto más débil, pero Ninurta se elevó a lo más alto del cielo. Y desde allí lanzó a su ejército al asalto de Anzu. Precipitadamente, el campeón descendió expandiendo por doquier un terrorífico resplandor sobrenatural. El espanto ante su valentía trastornaba a sus enemigos. La implacable majestad de Ninurta recubrió todo el territorio y el destello de su esplendor abatió a la montaña en su totalidad.

En un abrir y cerrar de ojos, una tempestad sacudió a Anzu. El malvado detentador de los poderes divinos hubo de hacer frente al campeón. Se agarraron el uno al otro, pero Ninurta, gracias a los golpes de los Vientos, sus auxiliares, logró extenuar tanto a Anzu que éste hubo de abatir sus alas. Visto aquello, Ninurta en vez de echar mano a sus flechas, se adueñó de un arma afilada y con ella cortó las alas de su enemigo, mutilándole a derecha e izquierda. A la vista de aquellas alas tronchadas Anzu se vio obligado a lamentarse de su estado y a no pronunciar encantamientos. El estupor le abrumaba, su desesperación era total. Sometido así, Ninurta pudo darle muerte con la flecha de su arco, devastando a continuación salvajemente toda la montaña.

Con un grito, el campeón hizo encender una señal de fuego. Aquella señal fue percibida incluso en el Infierno. Los habitantes del Apsû, el habitáculo de Ea, los del mar, fueron conocedores, asimismo, de la proeza llevada a cabo por Ninurta.

Ante el campeón, ya instalado en su empíreo, acudieron multitud de dioses, agitándose como si fueran olas. A los dioses de lo alto les había llevado la alegría. A los dioses de abajo los realzó. A la vista del cadáver de Anzu, los dioses recobraron su tranquilidad y su alegría. Especialmente, el Ekur recobró el esplendor de sus pasados días, al volver a disponer su recinto de los todopoderosos me.

Ninurta fue obsequiado con multitud de capillas se acuerdo con las promesas que había recibido. Sin embargo, lo que mayor satisfacción le dio fue el cumplimento que recibió de Enlil a través del dios Adad.

—Ninurta —comenzó diciendo Adad—, mi Señor me ha enviado ante ti. Enlil, tu padre, me ha encargado que te diga esto: «Los dioses se han enterado de tu valerosa acción, de tu victoria en plena montaña sobre Anzu. Gracias a tu hecho, impagable, han recuperado su alegría y regocijo. Te dan las gracias por ello y cuando se hallen en tu presencia siempre, de ahora en adelante, besarán tus pies».

Mesopotamia

Ereshkigal

El rapto de Ereshkigal

Nanna

El rebaño de Nanna

Bibliografía

  • Federico Lara Peinado (2002). Leyendas de la Antigua Mesopotamia, El Mito de Anzu (pág. 235). Editorial: Temas de Hoy. ISBN 9788484602262
  • J.L. Amores (2023). Dioses Sumerios: Tomo I. Entre el Cielo y La Tierra. Basado en la Asiriología. ISBN: 979-8859303960
  • J.L. Amores (2023). Dioses Sumerios: Tomo II. Entre el Cielo y La Tierra. Basado en la Asiriología. ISBN: 979-8859545308